Victoria Villarruel, entre la institucionalidad y el acoso libertario

Por Juan Severo
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En el corazón del poder, mientras el presidente Javier Milei libra una batalla cultural contra “la casta” y Patricia Bullrich despliega su retórica de mano dura, una figura dentro del mismo gobierno empieza a perfilarse como incómoda, disruptiva y peligrosa para los planes de la cúpula libertaria: Victoria Villarruel, la vicepresidenta de la Nación.
Villarruel no es una outsider ni una moderada. Sus posiciones sobre temas sociales —como el aborto, el matrimonio igualitario o la memoria histórica— se ubican en la derecha más conservadora. Y sin embargo, hoy aparece enfrentada a sus propios aliados, no por ideología, sino por una concepción distinta del Estado y del ejercicio del poder.
Mientras Milei sueña con dinamitar la arquitectura institucional, y Bullrich milita el verticalismo autoritario, Villarruel encarna una defensa firme del sistema republicano, del Senado como espacio deliberativo, de la democracia representativa. En un gobierno que desprecia la construcción política, ella apuesta a una agenda de orden, diálogo y protagonismo institucional.
Las agresiones hacia su persona no son menores. Desde que se plantó frente al avance sin filtros de la Ley Ómnibus y habilitó debates parlamentarios contrarios al deseo presidencial, Villarruel fue acusada de traidora, funcional al kirchnerismo y enemiga del “cambio verdadero”. La última ofensiva provino de Patricia Bullrich, quien no dudó en enarbolar una narrativa descalificadora, cargada de cinismo y desprecio.
Lo que en realidad molesta no es su conservadurismo, sino su autonomía. En un gobierno de pensamiento único, la vicepresidenta se atreve a pensar con cabeza propia. En un oficialismo que busca plebiscitar todo, ella defiende el equilibrio de poderes. Mientras Milei promueve el individualismo mercantil como nuevo contrato social, Villarruel reivindica un nacionalismo de Estado fuerte, de símbolos, de instituciones.
La disputa no es entre halcones y palomas. Es entre dos derechas: la anarcoliberal, maximalista y destructiva de Milei; y la derecha tradicional, nacionalista e institucionalista que representa Villarruel. Una cree que el Estado debe desaparecer, la otra que debe ser reformulado, pero no desmantelado. Una abomina del Congreso, la otra lo preside con responsabilidad.
¿A dónde conduce esta tensión? No es descabellado pensar que Villarruel esté preparando su propio camino. Con gestos cada vez más claros —recorridas provinciales, presencia en actos patrióticos, contacto con gobernadores, gestión activa del Senado—, construye un perfil presidencial para 2027 que pueda interpelar a ese electorado de derecha que votó por orden y nación, y no por el show destructivo de TikTok.
En definitiva, el problema de Milei no es la vicepresidenta. El problema de Milei es la institucionalidad. Y Villarruel, con todos sus claroscuros, se atreve a recordarle que el poder no es gritar más fuerte, sino construir con paciencia, límites y responsabilidad.
En un país donde sobran gritones y faltan estadistas, que una figura de derecha opte por el camino institucional ya es, paradójicamente, un gesto progresista.
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