Politica

Argentina detenida en el tiempo: la trampa de los viejos poderes

Por Juan Severo

¿Cómo puede ser que en pleno siglo XXI, en un mundo donde la inteligencia artificial reemplaza empleos, donde las transacciones se realizan en segundos a nivel global y donde la innovación marca la vida cotidiana, los argentinos estemos condenados a la frustración política?

La respuesta no está en la falta de diagnósticos, sobran informes, estadísticas y discursos sobre lo que nos pasa sino en una matriz política obsoleta que bloquea toda posibilidad de transformación real.

Las estructuras tradicionales, el PJ y la UCR, convertidas hace tiempo en meras maquinarias electorales, dominan la vida institucional. No funcionan como canales de representación sino como guardianes de su propio poder. Son los que deciden quién puede y quién no participar del juego político. Son los que impiden que surjan nuevas fuerzas con capacidad de ofrecer alternativas reales.

La trampa está en los mecanismos de afiliación. Cualquier ciudadano que intente crear una nueva fuerza choca con un laberinto burocrático: si alguna vez estuvo afiliado a un partido, debe presentar su renuncia en el Correo Argentino. Claro, los horarios de atención jamás coinciden con los del vecino que trabaja. Resultado: desiste. Y ese desánimo no es casual, es parte del diseño de un sistema que se blinda para evitar la renovación.

Si el trámite fuese ágil y sencillo, los partidos tradicionales perderían miles de afiliados, porque millones de ciudadanos hoy se sienten traicionados por una dirigencia que no defiende la democracia, sino su propio feudo. Lo vemos en los armados de listas, donde las segundas y terceras líneas jamás tienen lugar: el poder se hereda, no se discute.

Mientras tanto, seguimos atrapados en un país detenido en el tiempo, donde el centralismo nacional y provincial asfixia la creatividad local. La cooperación intermunicipal, condición indispensable para superar asimetrías y construir desarrollo territorial, queda siempre subordinada a las órdenes del poder central.

Romper estas cadenas exige más que bronca o lamentos. Se necesita un nuevo modelo de organización política, diseñado estratégicamente para el siglo XXI. Uno que piense en la ciudadanía como protagonista, no como espectadora cautiva.

Y aquí es donde los jóvenes y los nuevos actores sociales tienen que tomar la posta. Porque son ellos quienes ya viven en un mundo distinto, digital, dinámico y globalizado. Son ellos quienes no cargan con las viejas lealtades de los aparatos partidarios. Y son ellos quienes, si deciden organizarse y participar, pueden derribar las murallas del sistema político tradicional para construir una democracia real, transparente y abierta.

El desafío está planteado: o seguimos repitiendo la misma historia de frustraciones, o nos animamos a fundar una política del futuro, capaz de honrar a la democracia como práctica viva, no como una palabra vacía. La llave de ese cambio está en manos de quienes todavía creen que el país puede ser distinto.

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