Del voto masivo al límite del poder real

Por Juan Severo
Desde que Javier Milei ganó las elecciones presidenciales, su estilo de gobierno dejó en claro que confundió el apoyo masivo de un sector de la sociedad con un cheque en blanco para ejercer el poder como si fuera un monarca. Su asunción de espaldas al Congreso, más que un gesto disruptivo, fue una muestra de que no entendía —o no quería aceptar— que en la Argentina ningún presidente gobierna sin consensos. El nuestro es un sistema republicano, y la legitimidad de origen no reemplaza la necesidad de acuerdos.
Los primeros meses de su gestión estuvieron marcados por el ataque permanente a distintos sectores sociales. Los jubilados fueron despectivamente llamados “viejos meados”; las familias con integrantes con discapacidad sintieron en carne propia la falta de empatía oficial; y los trabajadores de distintas ramas fueron blanco del desprecio presidencial. El caso del Hospital Garrahan —emblema sanitario no solo nacional sino regional— ilustra la incomprensión y el destrato hacia quienes sostienen con esfuerzo el sistema de salud pública. Tampoco los periodistas ni los actores quedaron al margen: ambos sectores fueron víctimas de embates y agravios. Este estilo confrontativo se convirtió en su marca registrada, pero también en el límite de su propia estrategia.
El 7 de septiembre marcó un punto de inflexión. La derrota en la provincia de Buenos Aires fue un verdadero “cross de izquierda” para el gobierno, que ya venía acumulando malos resultados en elecciones provinciales anticipadas. El mensaje fue claro: el pueblo puede tolerar ajustes y sacrificios, pero no la soberbia ni la indiferencia frente al sufrimiento social.
La reacción de Milei, al presentar el Presupuesto Nacional, mostró un intento de viraje discursivo. Dejó de lado por un momento la agresión, intentando seducir a un electorado que empieza a soltarle la mano. Sin embargo, la distancia entre sus palabras y sus hechos dejó en evidencia que se trataba más de un cambio táctico que de una rectificación sincera. La respuesta política no se hizo esperar: el Congreso volvió a marcarle los límites, recordándole que el equilibrio de poderes es una realidad ineludible.
La gran pregunta que atraviesa esta etapa es si el presidente logrará comprender que debe gobernar para todos los argentinos, y no solo para sus votantes o para el reducido círculo de intereses económicos que lo rodea. Bajar la presión impositiva en ciertos sectores puede ser discutible y hasta necesario, pero nunca a costa de abandonar a jubilados, trabajadores informales y a los más vulnerables.
Hoy más que nunca, es la ciudadanía la que tiene la última palabra. Porque ningún poder es eterno ni absoluto: siempre se termina topando con los límites que marca el pueblo cuando decide hacerse escuchar. El desafío, entonces, no es solo de Milei, sino también nuestro: asumir que la democracia se defiende todos los días, en las urnas, en las calles y en la memoria colectiva. Solo así podremos evitar que la historia se repita como tragedia.
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