Nadie vota nada
La caída de la participación electoral expone una crisis profunda del sistema de representación. Más que bronca, apatía; más que protesta, desconexión. ¿Qué implica una democracia de la que se espera poco? Opinan los sociólogos Gabriel Vommaro y Guillermo González.

Por Revista Malas Palabras | La baja participación electoral registrada en las cinco elecciones distritales de mayo dejó al desnudo una herida profunda: la crisis de representación. Ya no se trata solo de apatía o desinterés. Es un síntoma agudo de un vínculo roto entre la política y una sociedad cada vez más castigada. En lugar de canalizar su enojo en las urnas, casi la mitad del electorado elige no votar.
El caso más ilustrativo se dio en la ciudad de Buenos Aires, donde La Libertad Avanza (LLA) se impuso en 8 de las 15 comunas, mientras que Unión por la Patria, con Leandro Santoro como figura, ganó en las 7 restantes. Sin embargo, el dato clave fue otro: el 47% del padrón no fue a votar. El oficialismo libertario celebró como una gran conquista lo que, en términos reales, es un llamado de atención sobre la fragilidad del sistema político.
En ese contexto, un reciente manifiesto de Revista Crisis titulado Nieve Tóxica advierte sobre una “disolución del régimen político tal como lo conocimos”, donde las formas institucionales sobreviven como cáscaras vacías, sin contenido ni fuerza vital. Esta descomposición no activa nuevas formas de organización, sino que abre paso a una gobernabilidad sin pueblo. La “democracia formal” se vuelve funcional a un modelo de poder que no necesita adhesión popular, sino apatía masiva.
Milei y el poder del vacío
En diálogo con Malas Palabras, el sociólogo Gabriel Vommaro, investigador de CONICET, interpreta este fenómeno como parte de un proceso más amplio que no comenzó con Javier Milei:
“La crisis de confianza en las élites políticas se expresó con el ascenso de Milei. El ascenso de un outsider, con una estructura política débil y sin respaldo territorial, que gana elecciones frente a los dos bloques dominantes de la última década, evidencia una ruptura, al menos desde el electorado, con las élites tradicionales. La victoria libertaria refleja una crisis profunda en la oferta política establecida; una fractura que, en buena medida, sigue vigente hasta hoy”.
Esa continuidad no solo se expresa en lo que la política dice, sino también —y sobre todo— en lo que la sociedad deja de decir. En ese sentido, la ex legisladora Ofelia Fernández propuso durante su intervención en el canal de streaming Gelatina “escuchar los silencios de los que no fueron a votar”. En esos silencios —dijo— se cifra una forma de diálogo roto entre la sociedad y la política. No es solo desinterés: es una distancia estructural, una desconexión profunda que interpela a todo el sistema representativo. ¿Qué guardan esos silencios? ¿Desconfianza, cansancio, o simplemente el abandono de la esperanza?
Para algunos analistas esa pregunta no remite a un acto deliberado sino a un retiro absoluto de la esfera pública. Guillermo González, sociólogo e investigador del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG), entiende que el fenómeno tiene más de indiferencia que de rebeldía. “Ni siquiera es un voto castigo como en 2001. Es directamente apatía. Quedarse en casa implica decir no me importa, no me interesa y no voy a perder mi tiempo en algo que no me convoca”, afirma a Malas Palabras.
Mientras tanto, lejos de preocuparse, el Presidente saca provecho de este escenario. Según el periodista Diego Genoud, en un análisis publicado en el portal El Destape: “Milei gobierna con apenas el 30% de los votos positivos” y no ha logrado ampliar su base desde que asumió. Pero, evidentemente, no necesita ampliar ese núcleo de adhesión mientras la oposición siga desarticulada. “Es un negocio de corto plazo que puede ser un búmeran”, advierte Genoud.
La inflación heredada de la gestión de Alberto Fernández se desacelera, sí. Pero, el costo del ajuste es altísimo: caída del poder adquisitivo, parálisis de la obra pública, endeudamiento creciente y destrucción del empleo formal. Todo esto sin generar una reacción social significativa. El descontento existe, pero no se traduce en movilización, sino en silencio.
González apunta que parte de esa pasividad responde a una oposición que no ha sabido leer el nuevo mapa político: “La oposición no entendió lo que pasó hace dos años. No recalcula, no revisa por qué ganó alguien sin estructura. Hay desencantados con Milei que tampoco quieren volver al peronismo ni a Juntos por el Cambio. Entonces, se quedan en casa. No hay oferta política que los convoque”.
Caos organizado
El modelo que propone el oficialismo libertario puede sostenerse con niveles mínimos de participación. No hay épica, ni promesa, ni proyecto transformador que convoque a quienes más sufren. Las viejas banderas emancipatorias flotan como consignas vacías.
González coincide en que el sistema se sostiene hoy en un plano estrictamente formal, aunque duda de que haya una estrategia deliberada detrás: “A La Libertad Avanza le sirve esta apatía, claro. Ganar con una minoría intensa y baja participación alimenta su prédica antipolítica. Pero, más que una construcción planificada, es el resultado de una oposición que no ofrece algo superador. Entonces, ¿por qué me voy a preocupar si con este 30% sigo ganando?”.
La comparación con 2001 parece inevitable. Vommaro traza paralelismos, aunque advierte sobre las diferencias: “Creo que estamos atravesando una crisis prolongada, similar a la que desembocó en aquellos años, pero cuya expresión política es muy distinta. El estallido del 19 y 20 de diciembre fue una forma abrupta de cerrar una etapa marcada por el colapso económico, la sensación de despojo generalizado y la ruptura del vínculo entre la sociedad y la representación política. Veinticinco años más tarde, esa crisis llega con un caos electoral o con un caos institucional un poco más organizado, pero con una profundidad igualmente importante”.
Por último, Vommaro destaca que la crisis del 2001 estuvo marcada por la creciente similitud programática entre los partidos tradicionales. “La Alianza y el menemismo compartían una misma mirada sobre el programa económico; figuras como Domingo Cavallo, que fue ministro de ambos gobiernos, alimentando la percepción de que ‘eran todos lo mismo’. En cambio, la crisis actual no se explica por una falta de diferenciación en la oferta política, sino por su ineficacia: lo que muchos señalan hoy es que, aunque distintos entre sí, ni unos ni otros lograron resolver los problemas de fondo”.
Reconstruir partidos o candidaturas no alcanza. La respuesta no está en una interna ni en una estrategia electoral. Debería estar en recuperar las ganas de construir comunidad, sentido y pertenencia. La desafección no es solo emocional: es epistemológica. Es un quiebre profundo en la creencia de que lo político pueda volver a ser un vehículo de sentido colectivo.
Publicado originalmente en Revista Malas Palabras
Fuente: https://canalabierto.com.ar