De que se trata

Sin control, no hay República

El Estado que no se controla, se corrompe

Por Juan Severo

 

Vivimos tiempos en los que muchos votan más por amor o por odio, no por comprensión. Pero entender lo complejo es una tarea necesaria si queremos mirar con claridad lo que nos rodea y ver las alternativas posibles. Hay cosas que no sabemos para qué están, instituciones que la mayoría de nosotros desconocemos o se ignora su existencia y sin embargo son las que deberían garantizar que el poder no se desvíe.

¿Quién controla al Estado? ¿Quién nos protege de los abusos del Estado? Para eso se pensaron los tres poderes: el Ejecutivo es el administrador temporal que tiene la responsabilidad de cuidar los bienes y recursos del estado o sea de todos nosotros, el Legislativo legisla y el Judicial juzga. Pero, ¿Quién garantiza que esos controles funcionen?

La respuesta está, o debería estar, en los organismos superiores de control: la Auditoría General de la Nación (AGN), la Sindicatura General de la Nación (SIGEN), el Ministerio Público Fiscal, oficina anti corrupción, la Justicia Electoral, la Defensoría del Pueblo, Defensoría de la Niñez, tenemos una serie de organismo que después se duplican en las provincias. En teoría, son los guardianes del interés público. En la práctica, muchos están vacantes, desfinanciados o directamente acéfalos.

Hace 16 años que la Argentina no tiene Defensor del Pueblo. Un organismo creado para proteger los derechos ciudadanos frente al poder del Estado, hoy es apenas un recuerdo institucional. La Auditoría General de la Nación, que debería tener siete miembros, funciona con uno solo. El Poder Judicial, el órgano de control por excelencia, acumula 178 cargos vacantes. El Ministerio Público Fiscal tiene un 40% menos de fiscales, y la Corte Suprema aún espera completar sus cinco integrantes.

En este contexto, nos acostumbramos a convivir con un Estado que se desentiende de sus propios mecanismos de control. Y cuando el control desaparece, el abuso se naturaliza. No hay república posible si los contrapesos están desactivados.

No es un problema técnico, es político y cultural. La falta de controles no solo permite la corrupción: genera una sociedad temerosa, resignada, que se porta bien no porque confíe en la ley, sino porque teme las consecuencias.

La historia nos enseña que el control no es un invento moderno. En la Edad Media, el poder del rey estaba limitado por los señores feudales, la Iglesia y los lazos de vasallaje. Y mucho antes, en la Atenas democrática, los ciudadanos eran el principal órgano de control: los funcionarios rendían cuentas ante las asambleas, y cualquier ciudadano podía acusarlos públicamente si abusaban de su poder. No había delegación ciega: había participación.

Ese espíritu de control ciudadano fue el que dio sentido a la democracia moderna. Pero en nuestro país, ese lazo se cortó. Nos acostumbramos a delegar, a no preguntar, a votar sin entender. A mirar las instituciones como algo ajeno, cuando en realidad son las que deberían cuidar nuestros derechos, nuestros recursos y nuestro futuro.

Por eso, esta nota de opinión no busca señalar culpables, sino interpelar conciencias. Porque la pregunta de fondo no es si el Estado funciona, sino para quién funciona.

¿Qué tanto mejoraría nuestra vida si los organismos de control cumplieran con sus funciones?
¿Qué pasaría si los tres poderes se controlaran entre sí como manda la Constitución?
¿Y si nosotros, los ciudadanos, asumiéramos el rol que nos corresponde y exigiéramos que se cumpla la ley, que se rindan cuentas, que se transparenten los actos de gobierno?

Un Estado sin controles es un poder sin freno. Y un pueblo que no controla, termina siendo controlado.
Ha llegado el momento de reapropiarnos del Estado, de conocer sus instituciones, de exigir que se cubran sus vacantes, que se activen sus organismos y que se respete la rendición de cuentas.

La democracia no se defiende solo votando. Se defiende entendiendo, participando y exigiendo.
Porque un pueblo informado no teme al poder: lo regula.
Y un Estado controlado no oprime: sirve.

 

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